sábado, 19 de abril de 2014

Nocaut Técnico

(primer cuento con mi nombre, en una fiesta de gente mal portada que tiene una hermandad. Los HermanosChang)

Rebeca nunca pensó que de su boca pudiese salir una retahíla de barbaridades tan coherentes y punzo penetrantes. Como si fuese poseída en un instante por un demonio con una versión educada del síndrome de Tourette. Mientras tanto, Santiago quedaba en el sitio, desarmado por los coñazos verbales de su hasta ahora abnegada —y sobretodo paciente— novia. Y apenas iban por la tercera planta.

El resto del trayecto en el elevador prosiguió con la incomodidad de un viaje compartido por dos desconocidos, buscando un punto muerto en ese minúsculo espacio para esperar la apertura de puertas y salir huyendo de esa caja metálica  convertida en cuadrilátero de boxeo.

Dieciocho pisos eran más que tres rounds, definitivamente.

Vivían juntos desde hace dos años en un apartamento diseñado para cuatro personas, pero donde cabían dos a duras penas. A Santiago le bastó experimentar la vista desde la terraza para enamorarse del piso. Rebeca accedió, a pesar de la pequeña claustrofobia que sufrió en el ascensor, a pesar del desconcierto que le producía vivir separada de la tierra por dieciocho plantas de concreto y madera.

Rebeca se concentra en las lucecitas que señalan el recorrido del elevador, como lo hace cada vez que aborda el metro, siguiendo las paradas, mirándolas fijamente, con la esperanza de hacerlas aparecer y desaparecer más rápido, invocando alguna anomalía temporal que la ayude a llegar a su destino sin el sufrimiento de la espera.

La luz que anuncia el quinto piso la saca del trance, pero no pierde la compostura, sigue inmóvil, no quiere premiar a Santiago con el roce, no quiere dar pie a los abrazos de oso que él usa como arma secreta para zanjar cualquier malentendido. Se ha derretido mil noches entre esos brazos pero el cabrón merecía cada palabra que ella disparó a quemarropa apenas abordaron el ascensor.

Ascensor convertido en un ring de boxeo en el cual ella lo golpeaba con la fuerza de los insultos tantas veces reprimidos. Lo empujaba contra las cuerdas. Cabrón, mediocre, pendejo, pocohombre, pipichiquito. Inútil, gilipollas…

Rebeca se había transformado en un brawler –ese luchador popular en la lucha libre especialmente sañudo, que no da tregua jamás-  Pusilánime fue la que le dejó desconcertada, está convencida de nunca haber usado ese adjetivo en voz alta, sabía qué significaba, lo había leído hasta el cansancio, ¿pero usarlo? Jamás. Lo más curioso era haberlo escogido en medio de una furia ciega para expresar su frustración hacia él. Pusilánime. Sonaba a insulto de telenovela. Pero pensándolo bien daba justo en el clavo, porque era por la falta de cojones de Santiago que habían llegado a este punto de quiebre. A este conteo de protección. A este round decisivo.

Dos años de hacerse la víctima, el incomprendido, de que su arte era muy complejo para el proletariado —le encantaba esa palabra—, de esconder sus continuos reveses tras la máscara de algún editor que no entendía sus guiones, o sus dibujos.  Dos años en que, poco a poco, ella se fue dando cuenta de que precisamente odiaba las mismas cosas por las que una vez amó a este fracasado artista de cómics.

Una amiga en común, obsesionada con llenar sus carencias emocionales a través de otros, se encargó de que la pareja se conociera en una fiesta. Le había vendido a ambos una idea tan suculenta —por su perfección— que al momento de las presentaciones ya Rebeca y Santiago se deseaban a medio camino.  Los unía la espontaneidad resignada de los soñadores. También hicieron planes, planes de comerse al mundo. Planes de hacer la cosas bien, y juntos, de no ser una estadística más,  de convertirse en la historia que usen sus amistades para curarse en salud de los peligros del amor.

A Santiago le estaba costando horrores mantenerse de pie después de la abrupta explosión de su novia —todavía creía que a pesar de todo lo dicho iba a poder seguir llamándola así—. Seguían atrapados en esa caja maldita que se toma prácticamente horas para llegar hasta la casa.

Se la había encontrado de frente en el elevador al llegar a planta baja, él que bajaba para encontrarse con ella, ella que volvía a casa evidentemente ofuscada por su tardanza. Nomás salir de ese sarcófago tendrían que hablar, nunca había visto a Rebeca así, hiriente, enfurecida, pero resuelta y lapidariamente coherente.

Nunca habría esperado oírla decir pusilánime con tanta pasión, y mucho menos hacia a él. Pero desde la planta numero diez está plenamente consciente de que tiene la culpa de todo.

Por primera vez en su vida adulta se siente como un niñito regañado por la maestra. Santiago sabía que llegar tarde al compromiso de hoy le traería graves problemas, pero jamás vaticinó semejante verborrea vuelta coñamentazón.

Al principio a ella le parecía romántico que su novio no fuese esclavo del yugo de un reloj,  ahora con un hogar compartido la cosa perdía magia, para convertirse en fuente más de miserias. Santiago examinaba su comportamiento de los últimos minutos, preparándose para el último round, ese que decide quién de los dos termina tendido en la lona.

Suena la campana del elevador, anunciando —por fin— la llegada triunfal a su destino.

Rebeca lanza un suspiro y lo mira con asco y desdén. No hizo falta mediar otra palabra. Santiago ha perdido la pelea de un nocaut técnico.

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